constelaciones


Su padre era farero, y su madre había muerto antes de que él cumpliera un año. Así, no conservaba ninguna imagen de ella, y sus primeros recuerdos se limitaban a unas cuantas sensaciones imprecisas de olor a sal y tabaco. Desde muy pequeño recordaba estar sentado en silencio mirando la figura en penumbra de su padre en la sala de la lámpara del faro. Su padre tampoco hablaba apenas. Su perfil seco, iluminado cada pocos instantes por el giro de la luz, se recortaba en un gesto duro mirando a la noche y el mar por los amplios ventanales que cubrían toda la pared curva de la sala. De vez en cuando su padre decía alguna palabra en voz baja, como si la musitara para él mismo, más bien un pensamiento que por descuido hubiera acabado convirtiéndose en un sonido que un mensaje dirigido a nadie. Pero él escuchaba atentamente aquellas palabras ocasionales como si contuvieran algún valioso secreto. Eran ideas vagas acerca de las leyes del mar y del viento, del cielo y las tormentas, y puede que tal vez del mundo, y de los hombres.

Hasta que una noche sobresaltó a su padre diciendo “el cielo parece nervioso, va a llover”. Su padre se volvió y lo miró largamente, como si lo hiciera por primera vez. La noche siguiente no la pasaron en el faro. Bajaron a la playa y, sentado al borde del mar, observó a su padre mientras con un palo dibujaba las constelaciones sobre la arena, y a la vez señalaba los mismos caminos sobre el cielo. Y su padre le habló de la antigua magia que lo conectaba todo, el cielo y el mar, del misterioso sortilegio de la luna que hacía que se levantaran las mareas y se embriagaran las almas. Aprendió de cómo los dibujos que formaban las estrellas no eran más importantes que un puñado de arena, porque formaban parte de un mismo y antiguo misterio, y de cómo era el mismo viento que rizaba el mar en espuma el que podía helar las entrañas. Absorto, envuelto en el rumor pausado de las olas, aquella noche fue la que más nítidamente se grabó en su memoria de toda su infancia.

Desde entonces han pasado muchos años. Y cuando mira al cielo nocturno ya no encuentra nada. Hay veces en las que duerme acompañado, pero incluso en esas ocasiones no puede evitar despertar de madrugada. Se levanta entonces y se asoma a la ventana de su apartamento en la ciudad, y no ve más que puntos dispersos y sin sentido. Y quizá vuelve luego a la cama, y mira a su compañera ocasional cuidadosamente mientras duerme, pero tampoco ahí descubre ninguna imagen, ningún signo, ni siquiera una sensación borrosa de reconocimiento que pueda identificar con el rostro de una mujer muerta que es incapaz de recordar.