el orden del universo

Para Elena B.C.,
de quien ni siquiera sé el nombre

El otro día reuní el valor suficiente para declararme a la chica que había entrado a trabajar en la oficina hacía unas semanas. Siempre he sido muy torpe para estos menesteres, y mientras hablaba, con un hilo de voz, mis ojos pasaban de la barra del bar a la mesa de al lado, de la máquina de tabaco a la gran cristalera tras la cual la gente caminaba bajo el cielo gris de la mañana de invierno, y el dedo índice de mi mano izquierda enrollaba nervioso la esquina del mantel sobre el que descansaba un café sin empezar. Cuando terminé el atropellado discurso que tanto me había costado preparar, soltando aire con alivio, y me atreví a posar mi mirada sobre su rostro, me pareció advertir que sus mejillas eran un poco más rosadas, o que tal vez sus ojos brillaban por un instante con una luz diferente, pero inmediatamente apartó la vista, y con esa sabiduría ancestral que desde la noche de los tiempos ha ido pasando de mujer en mujer y que nos impide a los hombres conocer qué están pensando durante el ritual del galanteo, fingió despreciar mis palabras. Con teatral desapasionamiento, que ocultaba tras de sí un mal disimulado punto de coquetería, me preguntó qué era lo que tenía ella de especial para que le dijera esas cosas. Forcé una sonrisa, aún con los labios temblando, y le expliqué que nada, aparte de ser la mujer más bella, más simpática y más inteligente que había conocido en los últimos X años (póngase en X mi edad, que no confesaré) De nuevo una finta en su mirada, y un mohín de falso enfado traicionado por una sonrisa pícara: vaya, y por qué ese orden de belleza, simpatía, inteligencia. ¿Era yo como todos, me fijaba por encima de todo en el físico, y apenas daba importancia a lo que ella pensara? Nada de eso, fingí yo ahora indignación, ya con la voz serena; se trata del orden natural de las cosas: cuando se conoce a alguien, primero se descubre su imagen, después cómo habla, después como piensa. De haber usado otro orden, argumenté, querría decir que nunca me había quedado embelesado mirando cómo el sol jugaba entre sus rizos cuando, pensativa al contraluz de la ventana, descansaba por unos minutos para fumarse un cigarrillo, o que no había advertido cómo todos en la oficina se volvían hacia ella cuando comenzaba a contar algo, prendidos de su voz como si una orquesta en miniatura hubiera surgido de pronto del primer cajón del fichero. Otro orden querría decir, seguí, que lo primero que había admirado en ella era su seguridad cuadrando los balances, o la suavidad con la que el filtro de errores de la hoja de cálculo pasaba por encima de sus columnas de operaciones. En ese caso, concluí en voz baja, sí que sería un pervertido, o tal vez, añadí para mí, significara que el orden del universo se había quebrado, que las leyes inmutables habían dejado de guiar a las estrellas para que giraran sobre el cielo, pero tal vez entonces eso ya no importara, porque nadie se detendría a levantar la vista por la noche para comparar su brillo con el de tus ojos llenos de crepúsculo, muchachita.