el tiempo de las hogueras


"En las altas hogueras se desenreda el viento..." Únicamente eso dijo como última voluntad, mi mirada atrapada en sus ojos, y el aire de la noche parecióme aún más espeso rodeando sus palabras. Pequeña sorpresa fue que eligiera ésa como su frase postrera, y que en mis ojos dejara fijos los suyos en aquel instante sombrío en el que hasta la eternidad algo parece esperar, y alcánzase incluso a ver a la muerte muda, la del pálido rostro, aceptando como una confesión en voz queda los delirios de aquél a quien pronto ha de acoger... Mientras era atado al madero donde ardería, recordé la primera vez que lo viera, pues las mismas palabras habíame dirigido. Hereje de afilada lengua, común acusación para un anciano loco, pero singular reo, a fe mía que pensé, pues en verdad un látigo de hielo recorrió como un relámpago mi espalda cuando, tras ser entrado en la estancia a empujones por los guardias, alzó desafiante la vista. Y vi que en sus ojos naufragaban planetas, y que aun un mar no tan azul incapaz sería de contener las danzas que en sus pupilas adivinábanse. Y aquellas palabras, como ahora las recuerdo, fueron las que dijo. En mi mente abriéronse paso como araña tejiendo sus redes, y ni esa noche, ni en las siguientes que durara el proceso bajo mi magisterio, fueme concedida la paz del sueño. Pues no bien dejaba descansar mis párpados, aparecíaseme aquella cara, y con ella su habla capaz de asentar, más allá de la curva de la locura, las raíces de sentencias que debían ser juzgadas por delirantes y heréticas. Mas tornaba a pensar yo que tal vez fueran sensatas a la luz de Dios sabe qué vacilante vela, y en mi vigilia temía yo tal luz, pues en algún callejón de mi desde entonces confuso entendimiento parecióme que podía encenderse. Y era así como en las noches su imagen rasgaba el telón donde lo que se ve es representado, y mostrábaseme sonriendo y evocando laberínticas realidades como un demonio que me tentara, o sólo me esperara, o tal vez ambas cosas.


Muchas tardes húmedas y en penumbra pasé en su celda buscando palabra que lo perdiera, mas nunca nada que me aterrara brotó de sus labios. Y eran éstos manantial del que, como habíaseme advertido, nacían serpientes, mas eran éstas adornadas de diamantes, y el pecado que sugerían veíalo yo desdibujado como reflejo en el agua, pues no mal había en el brillo suave como susurro de la piel de escamas enjoyadas. Y era a veces música que no laúd humano tañer pudiera la que sus palabras hacían caminar por el aire, y como ejército que sin sangre conquistara voluntades, fortalezas en mi espíritu levantaban.

Mas aunque cintas crecientes como enredadera entre él y yo se tendieran, en mi mano no estuvo el poder de ayudarle. Pues palabras grises, que como mazas cayeran sobre mi conciencia, tan mudada desde que le conociera, me obligaban a lo que no quisiera. Y eran estas palabras pronunciadas por mis superiores, que yo de ojos ciegos juzgara, pues incapaces eran desde el fango de sus miradas muertas de adivinar los prodigios que como flores abriéndose ahora en mi pecho palpitaban. Y tales brotes alimentábalos la lluvia blanca que de su lengua milagrosa el anciano hacía surgir, semejando racimos de dulces frutos derramándose en sus labios, y permitíanme ver en el mundo más realidad que aquella que, en su rígida oscuridad, ellos tenían como única cierta...

Y aquí encontrábame ahora, viendo ramas crujiendo como ratas sarnosas bajos los santos pies de quien constelaciones ante mi entendimiento dibujara, uniendo con hilos o espigas de luz puntos luminosos que yo antes creyera vacuos... Y noté la angustia haciendo temblar mi cuerpo como endemoniado, pues amarga como el sello del arcángel era la lástima en mi pecho, pues aquél a quien las brillantes llamas del castigo de ahora no comprendo qué Dios empezaban a envolver como una sabana roja y lasciva era a quien ahora apreciara yo como a mi propia persona, y sentí que pudiera decirse que yo era él al ser quien atesorara lo que su clarividencia de santo profeta me mostrara, pues imaginéme siendo tallado en una moneda, sobre la cual en el más oscuro perfil a él pudiera verse, y yo la faz y él el reverso ambos la misma verdad compartiéramos, y que yo semejante a adalid con una espada que ardiera como hoy la luna haría que sus ideas penetraran a partir de ahora más mentes, y serían éstas como lápida orgullosa con su nombre escrito para su cuerpo que ahora se calcinaba, y homenaje de él en ellas estaría escrito...

Y cerré los ojos, el dolor empapando como vinagre mi mente. Pues advertí que sus pensamientos eran ahora tan en verdad los míos, de tal forma con lazos de hierro hermanados que, si era a él a quien quemaban, sentíame como si realmente con él yo ardiera... Y agónico de pesadumbre abrí los ojos, y noté en mis pies la blandura del fuego derritiendo la carne. Y encontréme atado mientras lenguas ígneas se enroscaban a mis piernas, y el humo áspero y negro palpaba mi pecho asfixiándome. Y en irresistible agonía levanté la cabeza y grité, y vilo a él sentado donde hasta ahora yo estar creyera, y sonrióme taimadamente y sus pupilas que siempre brillaban ahora quemáronme, como hierro que a las reses marca, en mis ojos y atravesáronlos, y alzando al fin de mi grito de muerte la cara hacia el cielo vi gigantescos pétalos ardientes partiendo de mi cuerpo, alta hoguera como catedral, alcanzando el cielo, con serpentinos brazos de humo desenredando el viento entre las nubes...