Hoy la he vuelto a ver. Supongo que sigue creyendo que me engaña, y la verdad es que esta mañana casi lo consigue. Estaba en el metro, y cuando he entrado en el vagón ni siquiera me he fijado en ella. De alguna forma, había conseguido parecer dos palmos más alta, y hacer que sus ojos fueran azules, pero sobre todo me ha sorprendido el pelo, más largo y claro que cualquiera de las otras veces.
A pesar de sus precauciones, antes de dos paradas ya estaba seguro de que se trataba de ella. He empezado a mirarla fijamente, con una media sonrisa, para darle a entender que sabía quién era, entonces ella se ha fingido molesta y ha girado la cabeza. Su actuación ha sido casi perfecta, pero el desconcierto que he notado por un instante en sus ojos al cruzarse con los míos la ha delatado.
Hace unos días fue en el supermercado. Estaba delante de mí en la cola de la caja, y sólo la veía de espaldas. Aunque llevaba el pelo negro, corto, y rizado, y las orejas eran excesivamente grandes, no lo dudé ni un instante. Me incliné sobre su hombro y le susurré algo sobre los yogures de piña que llevaba en la cesta. Era su postre favorito, y con mi comentario aparentemente banal sabría que otra vez la había descubierto. Pretendiendo que no me había oído, se cambió de caja, pero ya estoy acostumbrado a esas reacciones fingidas y por supuesto no me engañó.
Desde hace tres años, cuando se fue, no ha pasado una semana sin que la vea merodeando a mi alrededor, camuflada bajo cualquier apariencia para que no pueda reconocerla. Siempre fue muy testaruda, y nunca aceptará que se equivocó al dejarme, que no puede vivir sin mí. Yo no quiero herir su orgullo, y, excepto algún comentario inocente, suelo fingir que no la he descubierto. Me anima el pensar que, por lo menos ahora, algo de lo que hago contribuye a que sea feliz.